Carlos Zerpa por
Carlos Zerpa apunta una daga al corazón del
espectador, presiona un revólver cargado contra su sien. Somos rehenes en una
esfera público-privada que podría haber sido proyectada por un Dante o un Bosch
de nuestros días—quizás, incluso, por el genio atormentado de William
Burroughs. Y tiene esto en común con esos fabulistas: incluso sus imágenes más
dolorosas están moldeadas con una belleza cautivadora. El cuchillo nunca pierde
su filo, pero su brillo es más que la simple refracción de la luz. Es
iluminación, éclaircissement.
El crítico quizá se vea
tentado, y con razón, a situar tales logros en un contexto histórico-artístico.
Estéticamente, hay paralelos llamativos con el movimiento arte povera.
Filosóficamente, se piensa en la búsqueda de arquetipos míticos en la obra de Claudio
Costa, Nancy Graves o los Poiriers. Formalmente, se pueden encontrar
antecedentes persuasivos en los primeros “combines” de Robert Rauschenberg.
Espiritualmente, el único contexto verificable nos remite a Joseph Beuys. En
última instancia, todas estas referencias y tratados son irrelevantes. Carlos
Zerpa es un original, una paradoja—firmemente enraizado en su tiempo y cultura,
pero libre para elevarse por encima de los movimientos y direcciones mundanas
del mainstream internacional, donde la sangre se seca con seguridad.
Los descubrimientos más
felices del crítico a menudo ocurren por casualidad—no en el atelier donde
tiene una cita, sino en un almacén de museo o en un loft repleto de los
sintonizados por obligación, ya sea en SoHo o en el Marais. Como señaló
Baudelaire, en otro contexto, ¡Hélasc’est! que le beau est toujours bizarre (“¡Ay! Es que la belleza es siempre extraña”).
Y, como continuó señalando, “No sería belleza sin esa casualidad”. Sin embargo,
definir la belleza como extrañeza sería simplista. Podríamos, en cambio, acudir
a la noción del punctum de Roland Barthes, ese detalle repentino que despierta
nuestra fascinación y nos atrae a la imagen. Tuve uno precisamente el día en
que Carlos Zerpa iba a ser galardonado con una de las “estrellas” del Salón de
Arte Nacional. Era poco después de las 11:00 de la mañana del 11 de septiembre
de 1983. Hacía una rápida visita a los almacenes del museo cuando algo pareció
llamarme desde las sombras, y pronto me encontré arrodillado ante ello—no por
piedad, sino por curiosidad para estudiar su técnica. “Zerpa”, dijo mi guía.
“¡Zerpa!”, repetí, como si fuera algún tipo de conjuro. Ahí pude apreciar su
estupenda vitrina, casi un almacén lleno de objetos mágicos, que se llamaba “Mi
mamá me mima y yo en Capanaparo”.
Desde ese momento, parecía
encontrar sus obras en todas partes—en otros museos, galerías, colecciones
privadas. Hubo, para mí, solo un antecedente de esta confrontación intensa y
sorprendente. Había ocurrido veinte años antes, con la obra de Robert Rauschenberg.
Y había viajado a Caracas con motivo de la exposición de Rauschenberg allí en
el museo de Arte Contemporáneo.
Incluso si tales
“intersecciones” son producto del azar, sus implicaciones no son menos
poderosas. En una entrevista periodística cuyo tema aparente era Rauschenberg,
pregunté sobre Carlos Zerpa. Poco se sabía de él fuera de Venezuela en ese
momento; y parecía que sus obras rechazaban el lenguaje indirecto y oblicuo en
favor de un examen directo y sin concesiones del rico acervo de imágenes y
mitos indígenas. Poco después de mi visita a Caracas, un amigo artista me llevó
a una de las salas del Museo de Bellas Artes, en donde estaba Zerpa exponiendo
muchas de sus obras en su exposición individual titulada “Grrr”. Ahí fue donde
fui recibido por un joven intenso que extendió su mano y dijo: “Soy Carlos
Zerpa”.
Ese momento fue el primero de
una larga y fascinante serie. Me fue imposible olvidar a mi amigo en Caracas o
escuchar su nombre de las más diversas fuentes en los años transcurridos desde
entonces. El Museo de Arte Contemporáneo de Caracas ahora posee dos de sus
principales obras (La vitrina en homenaje a la Casa Lux y la Casa Zerpa, y una
obra pintada con botones sobre la Ultima Cena de Leonardo Da Vinci) y la Art
Gallery of Western Australia, en Perth, Australia, tiene su majestuosa ala
hecha con afilados cuchillos.
Allí, Carlos Zerpa y su
trabajo no tienen “sentido” de una manera didáctica o lineal. Los elementos que
los componen—una combinación de medios rica en ritual, objetos encontrados,
preparados, ensamblados y combinados—podrían parecer aleatorios. Pero tales
configuraciones tienen, creo, su propia lógica, la lógica de la coherencia
inherente de la obra y de su intensidad vital, que permite su belleza
innegable.
Los temas de Carlos Zerpa
suelen ser teatrales, amenazantes; por lo general, rozan el umbral de la
violencia. Tal es la fuerza y vitalidad de la vieja cultura de la que han
brotado estas declaraciones anárquicas. Para cualquier ejercicio académico, ha
ofrecido demasiado.
David Galloway
David Galloway fue editor
colaborador de Art in America y crítico del International Herald Tribune. Ex jefe
de curaduría del Museo de Arte Contemporáneo de Teherán y ocupó la cátedra de
Estudios Americanos en la Universidad del Ruhr en Alemania.
David falleció a los 82 años, el
28 de diciembre del 2019.
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