FEDERICA PALOMERO ENTREVISTA A CARLOS ZERPA
Federica Palomero: Ya que los objetos tienen una presencia obsesiva en tu obra, háblame de la casa de tus padres, cuando tu eras niño.
Carlos Zerpa: Mi niñez y mi temprana juventud, las compartí en tres casas diferentes. La primera era una de esas típicas casas coloniales que ya no existen, con esos corredores inmensos, con pilares, llena de cuartos. Aparte del corredor, habían puertas internas que comunicaban cada habitación con la otra, techos altísimos de caña brava. Esta casa tenía un solar enorme donde teníamos muchos animales. Yo recuerdo la cantidad de patos, gansos, perros… Llegamos a tener hasta un pequeño venado en una oportunidad, y muchísimos pájaros: turpiales, pericos, canarios. Yo tenía un lorito llamado Lorenzo como todos los loros, que me acompañaba siempre.
F. P. ¿Era en Valencia?
C. Z. Sí, en Valencia. En esa casa tenía un cuarto para los juguetes, porque habían muchos cuartos y la familia era pequeña: mi papá, mi mamá, mis dos hermanos y yo. Así que una casa tan grande para sólo cinco personas permitía tener un cuarto hasta para los juguetes. Después pasamos a una segunda casa, que era de mis abuelos, y donde vivimos un tiempo esperando que la casa que mi papá había comprado estuviera lista. Esta segunda casa había sido habitada por unas ancianas muy religiosas, estaba llena de santos por todos lados, de nichos, de velas… Luego nos mudamos a la tercera casa que era más céntrica, al lado de la antigua Plaza de Toros de Valencia. Crecí al lado de las corridas de toros, de los predicadores evangélicos, los mítines políticos, los espectáculos de lucha libre… Todo se hacía allí, era como un circo.
Habían dos almacenes: la Casa Lux y la Casa Zerpa. La Casa Zerpa era de mi abuelo paterno, y la Casa Lux de mi papá. Las dos eran como tiendas por departamentos, una especie de precursores del Sears. Eran tiendas para damas, caballeros y niños, donde vendían desde zapatos y trajes, hasta máquinas de afeitar y escopetas. Había de todo, eran enormes. Cualquier cosa que uno quisiera comprar, lo buscaba allí y seguro lo conseguía. Así que crecí metido en esas tiendas, sobre todo en los depósitos. Yo vivía en los depósitos y jugaba con todo lo que había allí: zapatos, maniquíes, frasquitos de perfumes, que se yo, había tantas cosas…
F. P. Y fuiste un niño feliz…
C..Z. Un niño feliz, gracias a Dios. Tuve una infancia muy linda, llena de cariño. Además del cariño de mis padres, que todavía me sobreprotegen hoy día, tuve una aya a quien amé muchísimo, como una segunda madre. Puedo decir que tuve dos mamás. Esta señora se encargo de mí y compartió mi vida hasta los catorce años.
F. P. Vamos a seguir hablando de casas, ya que siempre se dice que las casas se parecen a las personas, que la casa es el reflejo de uno. Acerca de la casa de tus padres y de los almacenes, uno puede pensar que mucho de estas vivencias se encuentran ahora en tu obra. Pero la casa donde vives con María Eugenia es muy ordenada, sobria, elegante. No tiene nada que ve con tu obra, tan escandalosa y agresiva. Ahí hay una especie de paradoja. ¿Se desdobla tu personalidad?
C. Z. No. Ocurre que no he querido nunca convertir mi casa en una gran instalación. Lo que dices acerca de mi casa, me lo han dicho otras personas acerca de cómo me visto. Uso colores muy sobrios, blanco, gris, negro… Nunca me visto de colorines. Yo dejo esto para mi trabajo artístico, no para mi vida, ni para mi casa. Sin embargo, mi casa está llena de objetos, las mesas, los estantes están saturados de objetos. Es como un miedo al vacío. A mí no me gustan las paredes vacías. Pero si tengo predilección por los objetos de buen diseño, de buen gusto, aunque yo disfruto mucho viendo todo lo que es de mal gusto… Pero no soportaría tener en mi casa muebles de cabilla con tejido plástico, o muebles de bambú, o lámparas hechas de vasos plásticos. Esto no me interesa para mi vida.
F. P. Tú estudiantes diseño en Milán, donde el diseño es muy puro y decantado. ¿Qué pasa con esta profesión que tú escogiste para estudiar pero que tú terminaste realmente de practicar, y tu obra artística?
C. Z. Desde los 18 años, había ejercido una cantidad de oficios que no tenían nada que ver con el arte, y decidí estudiar algo que tuviera alguna relación con mi mundo artístico. Pensé que el diseño gráfico podría ser una buena solución, porque me parecía que podría ir a la par con mi trabajo artístico sin ser demasiado alejado. Pues hasta entonces había trabajado en un banco, había sido mensajero… Entonces, surgió la posibilidad de ir a Italia. El INCIBA me otorgó una beca para ir a Milán al Instituto Politécnico de Diseño, que era lo máximo entonces, era como el post Bauhaus. Fui admitido para estudiar diseño, y además estudié serigrafía, fotografía. El estilo del Instituto era muy purista y estricto en ese momento había el grito de “Ha muerto el arte, viva el diseño” que era un credo. Todavía sigue siendo una escuela geométrica y constructivista. Pero tuve la suerte de caer en manos de Bruno Munari. Y aunque también partía de la idea que el arte había muerto, era una persona muy amplia y abierta a las locuras de uno. El fue como mi guía y mi papá en el diseño. Mientras en la escuela trabajaba con un radiograph y un tiralíneas, haciendo cuadriculas perfectas, de acabado casi serigráfico, aunque estaban hechas con brocha y pincel, fuera del instituto, Munari nos alienta en lo que era la antiescuela del diseño: aprender la perfección para poder desecharla, y con él hicimos cientos de locuras. Mis primeras películas cosidas con una máquina de coser. Era la locura total, y eso lo aprendí con Munari. Cuando volví a Venezuela, tenía dos mundos, el del diseño y el de mi arte, y no sabía cómo relacionarlos. Me dediqué a ser profesor de diseño, a crear una revista de diseño, a la Oficina de Diseño de la Universidad de Carabobo, tuve mi propia oficina con otros diseñadores locales. Fue en un año la locura con dos frentes: el diseño por un lado, y por otro el mundo del artista plástico. En esos momentos me presentaba en vivo, hacía perfomance muy violentos. No podía seguir con esos dos mundos y deseche la última adquisición, que era el diseño. Me quedé solo con el arte.
F. P. Dices que fuiste un niño feliz. Esto todavía hoy en día se nota en ti. Eres una persona tranquila y equilibrada, serena, pausada. Esto lo descubrí al conocerte porque a través de tu obra tenía un concepto muy diferente. Entonces, siendo tú esa persona que tú eres, con ese pasado tan positivo que te ha favorecido también como adulto, ¿Por qué tanta acidez, tanta agresividad en tu obra?
C. Z. Si, yo también me lo he planteado en muchas ocasiones: porque no puedo hacer cosas hermosas en el buen sentido de la palabra, cosas apacibles, por que tiene que ser siempre algo tan violento. Hasta en una pintura donde utilizó la imagen de un beso, los colores tienen que ser estridentes, pintados con la mano, con un volcán en erupción. Por qué tiene que haber cuchillos en todas partes… por qué tiene que estar siempre presente el lado feo…
F. P. ¿Es algo masoquista, o provocador?
C. Z. Sencillamente no creo en otro tipo de arte. Respeto a quienes lo hacen, porque hay otras posibilidades, otras maneras de expresarse. Pero en mí no acepto un arte tranquilo, al gusto del expresarse. Pero en mí no acepto un arte tranquilo, al gusto del espectador o del consumidor. Yo creo en un arte provocador, en un arte de denuncia, sin caer en lo propagandístico, sin caer en el realismo socialista. Pero si creo en la obra que conmueve, que hace pensar, que hace sentir atracción y repulsión al mismo tiempo que hace tomar conciencia, esto es muy pretencioso de la realidad del entorno del mundo de uno. Yo disfruto mucho con el amanecer, el atardecer, las flores, los pájaros que cantan, soy un romántico; las cosas cursis me gustan mucho, pero a la vez me afecta el entorno terrible en el cual vivimos: la inseguridad física, la inseguridad económica. Cuando sales a la calle un malandro te puede matar, la misma policía es agresiva, las calles están llenas de huecos. Todo lo negativo que yo veo, que está en las revistas, en la televisión, lo transformo en arte. Creo que es eso lo que me pasa.
F. P. Pero en tu obra también existe un lado positivo, generoso: todos estos objetos que cargan los recuerdos de la infancia, la parte buena y linda, para decirlo así. Y después esta toda la parte mucha más violenta, es como si lo vives en ti y lo que viene de afuera se mezclaran en tu obra, a través de la iconografía y de los objetos.
C. Z. Exacto también esta la referencia a la religión, mejor dicho al catolicismo. Porque hay otra religiones, pero no me gustan, no me interesan para mi obra: a mi me interesa el cristianismo. De hecho soy cristiano de convicción y crecí en un entorno católico. Uno es bautizado, crece en esta religión, hace la primera comunión, se casa por la iglesia… pero llega el momento en que uno se enfrenta a las grandes contradicciones que existen en esta religión y se da cuenta de cómo la gente es manipulada y llevada al fetichismo. El fetichismo no me gusta, y me llama la atención como a la gente en Venezuela, en América Latina en general, pone su fe en un objeto, no en Dios. La gente cree en una imagen de yeso o de papel, piensa que es la virgen. La gente cree en un crucifijo, que de hecho es un arma: me gusta satirizar con esto, ver como algo deja de ser un objeto más y se convierte en algo mágico. Unos clavos dejan de ser clavos en si y se convierte en algo sagrado. La gente carga una cruz en el cuello, y yo me divierto mucho pensando que si cristo hubiese muerto en la guillotina, todo el mundo llevaría una guillotina en el cuello, o si hubiera sido ahorcado, una horca. Y se haría la señal de la horca y no de la cruz. Yo juego con esto en mi obra.
F. P. Es un juego iconoclasta ¿Quisieras una religión sin objeto?
C. Z. No. No estoy en contra de los objetos. Me gustan los objetos. Lo que me parece absurdo es que la gente ponga su fe en un objeto en vez de poner su fe en Dios, o en el hombre. Como alguien puede coger una imagen de yeso que igual puede ser de Simón Bolívar, del Indio Guaicaipuro o de la Virgen del Coromoto, poner una vela delante y pensar que ese objeto de yeso puede cumplir un milagro. Han surgidos unas mezclas como las religiones afro-cubanas en las cuales la gente venera a una divinidad negra. Y al mismo tiempo en sus altares aparece la Gioconda de Leonardo, porque cuando la gente compra las estampas, también estaba la Gioconda, y la incluye como una nueva virgen y le pone velas sin saber como se llama…
F. P. Esto es una ironía increíble, porque de modo inconsciente, están rindiendo curso al arte sin darse cuenta…
C. Z. Exactamente, es el culto al arte. En estos días fui a una tienda que vende santos, y vi nuevas imágenes de yeso, mezclas extrañísimas de cosas. Incluso vi unas velas en forma de pene erecto…
F. P. Puede ser un culto a Priapo, ya que estamos hablando de sincretismos, estos pueden llegar a ser muy amplios…
C. Z. Una vela en forma de pene erecto. ¿De que servirá? Me pregunto, ¿Será que castigar a un hombre que se porto mal y hacer que el pene se le derrita? ¿O le ofrecen la vela a un santo por alguien que tiene impotencia? Entonces me imagine a alguien comprando esta vela y llevándola a la virgen del Socorro. Imaginé de pronto a la virgen del Socorro rodeada de velas de pene derritiéndose. Que locura…
F. P. Pero es muy divertido ahora me gustaría que habláramos de tu evolución. Primero haces performances, luego los objetos y las instalaciones que tu sigues haciendo todavía, y hacia 1985 empiezas con la pintura de caballete, vamos a llamarla así para subrayar su carácter tradicional como medio en relación a los anteriores. Esto corresponde también a un retorno a la pintura en Venezuela, tú eres parte de este movimiento que se gesta entonces. También Diego Barboza a mediado de los ochenta abandona las acciones poéticas y vuelve a la pintura.
C. Z. La mayoría de los artistas serios y me incluyo que hacíamos perfomance en Venezuela lo dejamos de hacer. En un primer momento, el perfomance era una propuesta conceptual y no comercial, el hecho de una acción. Pero después esto se convirtió en una moda. Toda la gente de la danza y del teatro se dio cuenta de que podía hacer perfomances también. Sintieron que los artistas plásticos habían invadido su territorio. Pero los perfomances son acciones que involucran la vida real muy ligadas a las artes puras, y no tienen nada que ver con lo teatral. En el teatro, tomas una botella la llenas de té, te la tomas y haces que estás borracho. Mientras que los que hacíamos perfomance, teníamos que emborracharnos de verdad, tomarnos una botella entera de whisky. Y si hago como si me cortara y me pongo salsa de tomate, esto es teatro. En un perfomance agarro una hojilla y me corto de verdad: esta es la gran diferencia. Así que parece que nos hubiéramos puesto de acuerdo, Jeny y Nan, Diego Barboza, el mismo Marco Antonio Ettedgui y yo, dejamos de hacer perfomance. Y cambiamos las acciones por otros medios. Yo, ya veía haciendo vitrinas y objetos, sillas, así que no fue muy complicado. Yo empecé a pintar cuando fui a Nueva York. Allí entré en el mundo de la pintura, yo vivía en un cuarto alquilado, muy pequeño: no podía hacer objetos empecé a hacer bocetos para futuros objetos. Por megalomanía los hice en papeles muy grandes, después les puse colores, y así fue como empecé a meterme en el mundo de la pintura y a darme cuenta de que la pintura era como las estampas que yo pegaba en los cuadros, pero que en vez de hacer collage podía pintarlas directamente. Era el omento de la nueva pintura en Nueva York, eso me atrapó, me atreví también a pintar después de ver a tanta gente pintando, pero no tenía pretensiones y sigo sin tenerlas de ser pintor.
F. P. Y había una estética en la pintura de hace diez años atrás, que tenía un eco en lo que venías haciendo en otros medios.
C. Z. Si era un atreverse, un permitirse pintar, aún sin pintar académicamente bien. Se podía pintar con los dedos pintar feo, pero expresando una manera de sentir.
F.P. Quisiera que me hablaras de tu relación con los objetos, anterior a su colección en la obra, como o consigues, si lo buscas si es un hecho azaroso, si hay un afán de coleccionista o inclusive algo de fetichismo.
C. Z. Los busco en el sentido en que me meto en lugares donde pueda conseguir cosas que luego me van a servir, con mercerías, tiendas de pueblo, bodegas, mercados de pulgas, ferreterías. Yo voy caminado y de pronto empiezo a ver objetos que me gustan, que parecen llamarme, y los compro sin saber para que los voy a utilizar. Sólo después surge la idea de cómo utilizarlos. En estos días estuve en Valencia en una tienda del centro, y en un rincón había una cantidad de ángeles de plástico. Eran pianos, ví que los podía pegar sobre algo y los compré sin saber que iba a hacer con ellos. Ahora los utilicé como parte de un marco de un cuadro, pero otras veces los objetos se quedan largo tiempo guardados en cajas. Tengo una caja llena de peces de plástico y otra de peces de cerámica, hace tres o cuatro años que los tengo todavía no se para que los voy a utilizar. De pronto surge una idea, a veces nunca surge. Pero hay cosas que yo compro porque están siempre presentes en mi obra: Cuentas, perlas, metras, cuchillos. La primera vez que compré los milagritos que se le ponen a los santos los compré para mí pero luego me gustaron tanto que los compré por docenas.
F. P. ¿Por lotes?
C. Z. Si, por lotes. Por ese afán de tener las cosas, y un día surgió la idea de pegarlos a un cuadro.
F. P. ¿Cómo se unen los objetos entre sí?. ¿Adquieren un valor simbólico pro su encuentro surrealista?
C. Z. Es bastante fortuito, Yo los agrupo en base a caprichos.
F. P. Entonces, es el objeto el que crea su propia simbología.
C. Z. Si, claro que si. Hay objetos como los crucifijos, los milagritos, los cuchillos que de por sí son muy fuertes.
F. P. Si, estos ya vienen con una carga propia como objetos, lo que no es el caso de una metra…
C. Z. Fíjate. En Toledo compré una daga muy hermosa, que me gustaba mucho. No sabía que iba a hacer con esta daga, porque de por si era muy fuerte. No es un cuchillo de cocina, un de esos para cortar carne. Aunque estos cuchillos también pueden ser un arma para asesinar a alguien. Se cambia su uso, digamos. Pero una daga ya es un arma claro, también puede servir como adorno, pero de hecho es un arma blanca. Entonces tomé un cristo y lo crucifiqué en la daga. Lo daguifiqué. Entonces, esta daga se convirtió en una doble arma y también en un objeto bello: una daga con un Cristo. Diría que es la verdadera arma de la inquisición.
F. P. Y puede ser también un Cristo combatiendo como lo presenta la iconografía colonial.
C. Z. Pero el Cristo combatiente no está clavado.
F. P. No, por supuesto. Sería difícil.
C. Z. Claro. Bueno así es como se dan las cosas. Estas cosas provienen de un robo, de una expropiación de lo que es la cultura popular. La gente del pueblo relaciona los objetos de una manera muy hermosa, por unos motivos que no son los míos. Yo lo hago con un sentido artístico, y ellos lo hacen dentro de su cultura: encima de un televisor ponen una princesita de porcelana, al lado un Pluto de Walt Disney, una virgen junto a un cenicero de arte Murano, con una lata de refresco que tomaron y que les gustó porque tenían la imagen del mundial de fútbol. Yo me robo esas ideas, esas cosas que para ellos son tan comunes. Se las robó a los autobuseros, a los buhoneros, me fijo cómo se viste la agente en la calle. Se ponen dos collares que no tienen nada que ver el uno con el otro, con una cadena de un Cristo que no tiene cruz, sino que está agarrado de manos de la cadena, y al lado tienen un prendedor con un muñequito de la televisión.
F. P. ¿Y tú tuviste la oportunidad de tener algún eco de cómo la gente que pertenece a esta cultura popular percibe tu obra?
C. Z. Cuando hacía acciones en la calle, si. Tenía un feedback directo de esas personas que se identificaban con los objetos que usaba. Y cuando expongo en los museos también, porque la gente va a los museos, no todos, pero esta gente si va a los museos, aunque muchos no lo crean.
F. P. Claro que sí, va los domingos por la mañana.
C. Z. Van los domingos y se identifican con las cosas que ven allí. A las galerías comerciales no van, porque piensan que son para los burgueses. En noviembre del año pasado hice un altar en Monterrey, y mucho de los objetos que utilicé allí eran objetos de la cultura popular mexicana, otros pertenecían a Venezuela. La gente fue a ver un altar de muertos, y había un venezolano que se identificó con la bandera venezolana, encima había unos santos que no reconoció pero si sabía que eran santos.
F. P. Pero a lo mejor la gente no identifica tus objetos como un hecho plástico porque son parte de su vida cotidiana.
C. Z: Exacto. Estaban las calaveras, pero en vez de ser de dulce, estaban llenas de pedrerías, pero de todas formas eran sus calavera la gente se daba cuenta. La gente no es tonta. Le falta educación, por culpa de los gobernantes y de los intereses que existen para que la gente no sea educada. Pero la gente sabe. A fin de cuenta. Si sabe de qué se trata.
Federica Palomero: Ya que los objetos tienen una presencia obsesiva en tu obra, háblame de la casa de tus padres, cuando tu eras niño.
Carlos Zerpa: Mi niñez y mi temprana juventud, las compartí en tres casas diferentes. La primera era una de esas típicas casas coloniales que ya no existen, con esos corredores inmensos, con pilares, llena de cuartos. Aparte del corredor, habían puertas internas que comunicaban cada habitación con la otra, techos altísimos de caña brava. Esta casa tenía un solar enorme donde teníamos muchos animales. Yo recuerdo la cantidad de patos, gansos, perros… Llegamos a tener hasta un pequeño venado en una oportunidad, y muchísimos pájaros: turpiales, pericos, canarios. Yo tenía un lorito llamado Lorenzo como todos los loros, que me acompañaba siempre.
F. P. ¿Era en Valencia?
C. Z. Sí, en Valencia. En esa casa tenía un cuarto para los juguetes, porque habían muchos cuartos y la familia era pequeña: mi papá, mi mamá, mis dos hermanos y yo. Así que una casa tan grande para sólo cinco personas permitía tener un cuarto hasta para los juguetes. Después pasamos a una segunda casa, que era de mis abuelos, y donde vivimos un tiempo esperando que la casa que mi papá había comprado estuviera lista. Esta segunda casa había sido habitada por unas ancianas muy religiosas, estaba llena de santos por todos lados, de nichos, de velas… Luego nos mudamos a la tercera casa que era más céntrica, al lado de la antigua Plaza de Toros de Valencia. Crecí al lado de las corridas de toros, de los predicadores evangélicos, los mítines políticos, los espectáculos de lucha libre… Todo se hacía allí, era como un circo.
Habían dos almacenes: la Casa Lux y la Casa Zerpa. La Casa Zerpa era de mi abuelo paterno, y la Casa Lux de mi papá. Las dos eran como tiendas por departamentos, una especie de precursores del Sears. Eran tiendas para damas, caballeros y niños, donde vendían desde zapatos y trajes, hasta máquinas de afeitar y escopetas. Había de todo, eran enormes. Cualquier cosa que uno quisiera comprar, lo buscaba allí y seguro lo conseguía. Así que crecí metido en esas tiendas, sobre todo en los depósitos. Yo vivía en los depósitos y jugaba con todo lo que había allí: zapatos, maniquíes, frasquitos de perfumes, que se yo, había tantas cosas…
F. P. Y fuiste un niño feliz…
C..Z. Un niño feliz, gracias a Dios. Tuve una infancia muy linda, llena de cariño. Además del cariño de mis padres, que todavía me sobreprotegen hoy día, tuve una aya a quien amé muchísimo, como una segunda madre. Puedo decir que tuve dos mamás. Esta señora se encargo de mí y compartió mi vida hasta los catorce años.
F. P. Vamos a seguir hablando de casas, ya que siempre se dice que las casas se parecen a las personas, que la casa es el reflejo de uno. Acerca de la casa de tus padres y de los almacenes, uno puede pensar que mucho de estas vivencias se encuentran ahora en tu obra. Pero la casa donde vives con María Eugenia es muy ordenada, sobria, elegante. No tiene nada que ve con tu obra, tan escandalosa y agresiva. Ahí hay una especie de paradoja. ¿Se desdobla tu personalidad?
C. Z. No. Ocurre que no he querido nunca convertir mi casa en una gran instalación. Lo que dices acerca de mi casa, me lo han dicho otras personas acerca de cómo me visto. Uso colores muy sobrios, blanco, gris, negro… Nunca me visto de colorines. Yo dejo esto para mi trabajo artístico, no para mi vida, ni para mi casa. Sin embargo, mi casa está llena de objetos, las mesas, los estantes están saturados de objetos. Es como un miedo al vacío. A mí no me gustan las paredes vacías. Pero si tengo predilección por los objetos de buen diseño, de buen gusto, aunque yo disfruto mucho viendo todo lo que es de mal gusto… Pero no soportaría tener en mi casa muebles de cabilla con tejido plástico, o muebles de bambú, o lámparas hechas de vasos plásticos. Esto no me interesa para mi vida.
F. P. Tú estudiantes diseño en Milán, donde el diseño es muy puro y decantado. ¿Qué pasa con esta profesión que tú escogiste para estudiar pero que tú terminaste realmente de practicar, y tu obra artística?
C. Z. Desde los 18 años, había ejercido una cantidad de oficios que no tenían nada que ver con el arte, y decidí estudiar algo que tuviera alguna relación con mi mundo artístico. Pensé que el diseño gráfico podría ser una buena solución, porque me parecía que podría ir a la par con mi trabajo artístico sin ser demasiado alejado. Pues hasta entonces había trabajado en un banco, había sido mensajero… Entonces, surgió la posibilidad de ir a Italia. El INCIBA me otorgó una beca para ir a Milán al Instituto Politécnico de Diseño, que era lo máximo entonces, era como el post Bauhaus. Fui admitido para estudiar diseño, y además estudié serigrafía, fotografía. El estilo del Instituto era muy purista y estricto en ese momento había el grito de “Ha muerto el arte, viva el diseño” que era un credo. Todavía sigue siendo una escuela geométrica y constructivista. Pero tuve la suerte de caer en manos de Bruno Munari. Y aunque también partía de la idea que el arte había muerto, era una persona muy amplia y abierta a las locuras de uno. El fue como mi guía y mi papá en el diseño. Mientras en la escuela trabajaba con un radiograph y un tiralíneas, haciendo cuadriculas perfectas, de acabado casi serigráfico, aunque estaban hechas con brocha y pincel, fuera del instituto, Munari nos alienta en lo que era la antiescuela del diseño: aprender la perfección para poder desecharla, y con él hicimos cientos de locuras. Mis primeras películas cosidas con una máquina de coser. Era la locura total, y eso lo aprendí con Munari. Cuando volví a Venezuela, tenía dos mundos, el del diseño y el de mi arte, y no sabía cómo relacionarlos. Me dediqué a ser profesor de diseño, a crear una revista de diseño, a la Oficina de Diseño de la Universidad de Carabobo, tuve mi propia oficina con otros diseñadores locales. Fue en un año la locura con dos frentes: el diseño por un lado, y por otro el mundo del artista plástico. En esos momentos me presentaba en vivo, hacía perfomance muy violentos. No podía seguir con esos dos mundos y deseche la última adquisición, que era el diseño. Me quedé solo con el arte.
F. P. Dices que fuiste un niño feliz. Esto todavía hoy en día se nota en ti. Eres una persona tranquila y equilibrada, serena, pausada. Esto lo descubrí al conocerte porque a través de tu obra tenía un concepto muy diferente. Entonces, siendo tú esa persona que tú eres, con ese pasado tan positivo que te ha favorecido también como adulto, ¿Por qué tanta acidez, tanta agresividad en tu obra?
C. Z. Si, yo también me lo he planteado en muchas ocasiones: porque no puedo hacer cosas hermosas en el buen sentido de la palabra, cosas apacibles, por que tiene que ser siempre algo tan violento. Hasta en una pintura donde utilizó la imagen de un beso, los colores tienen que ser estridentes, pintados con la mano, con un volcán en erupción. Por qué tiene que haber cuchillos en todas partes… por qué tiene que estar siempre presente el lado feo…
F. P. ¿Es algo masoquista, o provocador?
C. Z. Sencillamente no creo en otro tipo de arte. Respeto a quienes lo hacen, porque hay otras posibilidades, otras maneras de expresarse. Pero en mí no acepto un arte tranquilo, al gusto del expresarse. Pero en mí no acepto un arte tranquilo, al gusto del espectador o del consumidor. Yo creo en un arte provocador, en un arte de denuncia, sin caer en lo propagandístico, sin caer en el realismo socialista. Pero si creo en la obra que conmueve, que hace pensar, que hace sentir atracción y repulsión al mismo tiempo que hace tomar conciencia, esto es muy pretencioso de la realidad del entorno del mundo de uno. Yo disfruto mucho con el amanecer, el atardecer, las flores, los pájaros que cantan, soy un romántico; las cosas cursis me gustan mucho, pero a la vez me afecta el entorno terrible en el cual vivimos: la inseguridad física, la inseguridad económica. Cuando sales a la calle un malandro te puede matar, la misma policía es agresiva, las calles están llenas de huecos. Todo lo negativo que yo veo, que está en las revistas, en la televisión, lo transformo en arte. Creo que es eso lo que me pasa.
F. P. Pero en tu obra también existe un lado positivo, generoso: todos estos objetos que cargan los recuerdos de la infancia, la parte buena y linda, para decirlo así. Y después esta toda la parte mucha más violenta, es como si lo vives en ti y lo que viene de afuera se mezclaran en tu obra, a través de la iconografía y de los objetos.
C. Z. Exacto también esta la referencia a la religión, mejor dicho al catolicismo. Porque hay otra religiones, pero no me gustan, no me interesan para mi obra: a mi me interesa el cristianismo. De hecho soy cristiano de convicción y crecí en un entorno católico. Uno es bautizado, crece en esta religión, hace la primera comunión, se casa por la iglesia… pero llega el momento en que uno se enfrenta a las grandes contradicciones que existen en esta religión y se da cuenta de cómo la gente es manipulada y llevada al fetichismo. El fetichismo no me gusta, y me llama la atención como a la gente en Venezuela, en América Latina en general, pone su fe en un objeto, no en Dios. La gente cree en una imagen de yeso o de papel, piensa que es la virgen. La gente cree en un crucifijo, que de hecho es un arma: me gusta satirizar con esto, ver como algo deja de ser un objeto más y se convierte en algo mágico. Unos clavos dejan de ser clavos en si y se convierte en algo sagrado. La gente carga una cruz en el cuello, y yo me divierto mucho pensando que si cristo hubiese muerto en la guillotina, todo el mundo llevaría una guillotina en el cuello, o si hubiera sido ahorcado, una horca. Y se haría la señal de la horca y no de la cruz. Yo juego con esto en mi obra.
F. P. Es un juego iconoclasta ¿Quisieras una religión sin objeto?
C. Z. No. No estoy en contra de los objetos. Me gustan los objetos. Lo que me parece absurdo es que la gente ponga su fe en un objeto en vez de poner su fe en Dios, o en el hombre. Como alguien puede coger una imagen de yeso que igual puede ser de Simón Bolívar, del Indio Guaicaipuro o de la Virgen del Coromoto, poner una vela delante y pensar que ese objeto de yeso puede cumplir un milagro. Han surgidos unas mezclas como las religiones afro-cubanas en las cuales la gente venera a una divinidad negra. Y al mismo tiempo en sus altares aparece la Gioconda de Leonardo, porque cuando la gente compra las estampas, también estaba la Gioconda, y la incluye como una nueva virgen y le pone velas sin saber como se llama…
F. P. Esto es una ironía increíble, porque de modo inconsciente, están rindiendo curso al arte sin darse cuenta…
C. Z. Exactamente, es el culto al arte. En estos días fui a una tienda que vende santos, y vi nuevas imágenes de yeso, mezclas extrañísimas de cosas. Incluso vi unas velas en forma de pene erecto…
F. P. Puede ser un culto a Priapo, ya que estamos hablando de sincretismos, estos pueden llegar a ser muy amplios…
C. Z. Una vela en forma de pene erecto. ¿De que servirá? Me pregunto, ¿Será que castigar a un hombre que se porto mal y hacer que el pene se le derrita? ¿O le ofrecen la vela a un santo por alguien que tiene impotencia? Entonces me imagine a alguien comprando esta vela y llevándola a la virgen del Socorro. Imaginé de pronto a la virgen del Socorro rodeada de velas de pene derritiéndose. Que locura…
F. P. Pero es muy divertido ahora me gustaría que habláramos de tu evolución. Primero haces performances, luego los objetos y las instalaciones que tu sigues haciendo todavía, y hacia 1985 empiezas con la pintura de caballete, vamos a llamarla así para subrayar su carácter tradicional como medio en relación a los anteriores. Esto corresponde también a un retorno a la pintura en Venezuela, tú eres parte de este movimiento que se gesta entonces. También Diego Barboza a mediado de los ochenta abandona las acciones poéticas y vuelve a la pintura.
C. Z. La mayoría de los artistas serios y me incluyo que hacíamos perfomance en Venezuela lo dejamos de hacer. En un primer momento, el perfomance era una propuesta conceptual y no comercial, el hecho de una acción. Pero después esto se convirtió en una moda. Toda la gente de la danza y del teatro se dio cuenta de que podía hacer perfomances también. Sintieron que los artistas plásticos habían invadido su territorio. Pero los perfomances son acciones que involucran la vida real muy ligadas a las artes puras, y no tienen nada que ver con lo teatral. En el teatro, tomas una botella la llenas de té, te la tomas y haces que estás borracho. Mientras que los que hacíamos perfomance, teníamos que emborracharnos de verdad, tomarnos una botella entera de whisky. Y si hago como si me cortara y me pongo salsa de tomate, esto es teatro. En un perfomance agarro una hojilla y me corto de verdad: esta es la gran diferencia. Así que parece que nos hubiéramos puesto de acuerdo, Jeny y Nan, Diego Barboza, el mismo Marco Antonio Ettedgui y yo, dejamos de hacer perfomance. Y cambiamos las acciones por otros medios. Yo, ya veía haciendo vitrinas y objetos, sillas, así que no fue muy complicado. Yo empecé a pintar cuando fui a Nueva York. Allí entré en el mundo de la pintura, yo vivía en un cuarto alquilado, muy pequeño: no podía hacer objetos empecé a hacer bocetos para futuros objetos. Por megalomanía los hice en papeles muy grandes, después les puse colores, y así fue como empecé a meterme en el mundo de la pintura y a darme cuenta de que la pintura era como las estampas que yo pegaba en los cuadros, pero que en vez de hacer collage podía pintarlas directamente. Era el omento de la nueva pintura en Nueva York, eso me atrapó, me atreví también a pintar después de ver a tanta gente pintando, pero no tenía pretensiones y sigo sin tenerlas de ser pintor.
F. P. Y había una estética en la pintura de hace diez años atrás, que tenía un eco en lo que venías haciendo en otros medios.
C. Z. Si era un atreverse, un permitirse pintar, aún sin pintar académicamente bien. Se podía pintar con los dedos pintar feo, pero expresando una manera de sentir.
F.P. Quisiera que me hablaras de tu relación con los objetos, anterior a su colección en la obra, como o consigues, si lo buscas si es un hecho azaroso, si hay un afán de coleccionista o inclusive algo de fetichismo.
C. Z. Los busco en el sentido en que me meto en lugares donde pueda conseguir cosas que luego me van a servir, con mercerías, tiendas de pueblo, bodegas, mercados de pulgas, ferreterías. Yo voy caminado y de pronto empiezo a ver objetos que me gustan, que parecen llamarme, y los compro sin saber para que los voy a utilizar. Sólo después surge la idea de cómo utilizarlos. En estos días estuve en Valencia en una tienda del centro, y en un rincón había una cantidad de ángeles de plástico. Eran pianos, ví que los podía pegar sobre algo y los compré sin saber que iba a hacer con ellos. Ahora los utilicé como parte de un marco de un cuadro, pero otras veces los objetos se quedan largo tiempo guardados en cajas. Tengo una caja llena de peces de plástico y otra de peces de cerámica, hace tres o cuatro años que los tengo todavía no se para que los voy a utilizar. De pronto surge una idea, a veces nunca surge. Pero hay cosas que yo compro porque están siempre presentes en mi obra: Cuentas, perlas, metras, cuchillos. La primera vez que compré los milagritos que se le ponen a los santos los compré para mí pero luego me gustaron tanto que los compré por docenas.
F. P. ¿Por lotes?
C. Z. Si, por lotes. Por ese afán de tener las cosas, y un día surgió la idea de pegarlos a un cuadro.
F. P. ¿Cómo se unen los objetos entre sí?. ¿Adquieren un valor simbólico pro su encuentro surrealista?
C. Z. Es bastante fortuito, Yo los agrupo en base a caprichos.
F. P. Entonces, es el objeto el que crea su propia simbología.
C. Z. Si, claro que si. Hay objetos como los crucifijos, los milagritos, los cuchillos que de por sí son muy fuertes.
F. P. Si, estos ya vienen con una carga propia como objetos, lo que no es el caso de una metra…
C. Z. Fíjate. En Toledo compré una daga muy hermosa, que me gustaba mucho. No sabía que iba a hacer con esta daga, porque de por si era muy fuerte. No es un cuchillo de cocina, un de esos para cortar carne. Aunque estos cuchillos también pueden ser un arma para asesinar a alguien. Se cambia su uso, digamos. Pero una daga ya es un arma claro, también puede servir como adorno, pero de hecho es un arma blanca. Entonces tomé un cristo y lo crucifiqué en la daga. Lo daguifiqué. Entonces, esta daga se convirtió en una doble arma y también en un objeto bello: una daga con un Cristo. Diría que es la verdadera arma de la inquisición.
F. P. Y puede ser también un Cristo combatiendo como lo presenta la iconografía colonial.
C. Z. Pero el Cristo combatiente no está clavado.
F. P. No, por supuesto. Sería difícil.
C. Z. Claro. Bueno así es como se dan las cosas. Estas cosas provienen de un robo, de una expropiación de lo que es la cultura popular. La gente del pueblo relaciona los objetos de una manera muy hermosa, por unos motivos que no son los míos. Yo lo hago con un sentido artístico, y ellos lo hacen dentro de su cultura: encima de un televisor ponen una princesita de porcelana, al lado un Pluto de Walt Disney, una virgen junto a un cenicero de arte Murano, con una lata de refresco que tomaron y que les gustó porque tenían la imagen del mundial de fútbol. Yo me robo esas ideas, esas cosas que para ellos son tan comunes. Se las robó a los autobuseros, a los buhoneros, me fijo cómo se viste la agente en la calle. Se ponen dos collares que no tienen nada que ver el uno con el otro, con una cadena de un Cristo que no tiene cruz, sino que está agarrado de manos de la cadena, y al lado tienen un prendedor con un muñequito de la televisión.
F. P. ¿Y tú tuviste la oportunidad de tener algún eco de cómo la gente que pertenece a esta cultura popular percibe tu obra?
C. Z. Cuando hacía acciones en la calle, si. Tenía un feedback directo de esas personas que se identificaban con los objetos que usaba. Y cuando expongo en los museos también, porque la gente va a los museos, no todos, pero esta gente si va a los museos, aunque muchos no lo crean.
F. P. Claro que sí, va los domingos por la mañana.
C. Z. Van los domingos y se identifican con las cosas que ven allí. A las galerías comerciales no van, porque piensan que son para los burgueses. En noviembre del año pasado hice un altar en Monterrey, y mucho de los objetos que utilicé allí eran objetos de la cultura popular mexicana, otros pertenecían a Venezuela. La gente fue a ver un altar de muertos, y había un venezolano que se identificó con la bandera venezolana, encima había unos santos que no reconoció pero si sabía que eran santos.
F. P. Pero a lo mejor la gente no identifica tus objetos como un hecho plástico porque son parte de su vida cotidiana.
C. Z: Exacto. Estaban las calaveras, pero en vez de ser de dulce, estaban llenas de pedrerías, pero de todas formas eran sus calavera la gente se daba cuenta. La gente no es tonta. Le falta educación, por culpa de los gobernantes y de los intereses que existen para que la gente no sea educada. Pero la gente sabe. A fin de cuenta. Si sabe de qué se trata.
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