DÍAS
LÍQUIDOS. UNA INSTALACIÓN DE CARLOS ZERPA.
Lorena
González I.
La obra del artista Carlos
Zerpa es un cúmulo de despliegues y trayectorias que siempre se han desplazado
fuera de sí para convertirse en un
paradigma de lo visual: una apuesta por traducir las variables de un afuera en
conmoción constante, a través de acciones que entorchan con saludable ironía
las inconstancias de un mundo atroz y servil.
En otros textos que he comentado sobre su obra, he destacado
que es un artista que no cede a las elucubraciones. Un creador armado con todas
las de la ley en las tramas difíciles que representa el engranar las causas y las consecuencias,
no sólo del país que vivimos, sino de las falsas politiquerías, de los descollantes mesianismos y de los
oportunos amiguismos que se inoculan en las palpitaciones de la Venezuela actual.
Zerpa desmonta engranajes que este país ignora. Eso se delata en sus
composiciones, en los limbos de un conceptualismo objetual que maneja con
maestría y buena lid, y que se multiplica en paralelo, superando las
liviandades de una vanguardia que resuena sus flecos en las esquinas insonoras
del ligero presente cultural que atravesamos.
Cuando comenté sobre Zerpa
estas frases también dije: Todo tiene su momento… Ahora su trabajo zumba en las
salas de la Caja 2 del Centro Cultural Chacao, una instalación donde la
inestabilidad decidida de nuestros días, donde el agobio, la violencia y el
desmoronamiento sórdido y silente de todo lo que hemos visto, de todo lo
vivido, de lo que somos e incluso de lo
que fuimos en un pasado no tan distante, se diluye en un fluido tan estruendoso
como invisible. En la sala de exposiciones estallan sus alarmas el Sr. Conejo -quien parece huir de la hecatombe
trepado en una altísima escalera-, la Anaconda Amazónica que da vueltas sobre sí
misma a través de más de once mil discos de vinilo, el Sr. Trastorno vigilante
y custodio del desastre, el Taxi Caracas en un nuevo entierro con botellas de
Jack Daniel y los Caimanes/Leviatanes quienes han sido sujetados con cadenas
para que no ataquen. En este arquetipo dantesco del cotidiano nacional, los
personajes -al igual que nosotros- resuellan en un desapego que crece,
multiplicando sus capacidades de anulación para reproducir un torrente de
desconfianza eterna; una reinversión inmediata de las formas, una pérdida total
de los referentes, de las cartografías, del matiz ubicable de lo reconocible…
Una instalación catastrófica en la que todo, incluso el trémulo paso del
espectador que la recorre, está irremediablemente condenado a desaparecer.
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