LA SEÑORA ROSA
De vez en vez iba en Caracas, a ese inmueble situado entre las esquinas Castán y Palmita en el edificio Monte Cristo a visitar a mi querida tía Lilia, la poeta, la escritora, mujer llena de cultura y conocimientos… Me unía a ella el mundo del arte, un gran respeto y admiración. Ser poeta en mi familia era algo excepcional y ella muy elegante e inteligente, orgullosamente lo era.
Pero quien me recibía, quien me hacía la antesala era Rosa, su asistente, el ama de llaves, la señora que siempre la había acompañado. Al llegar me saludaba, y de inmediato me preguntaba: «¿Una dona?» Yo respondía que no y ella de inmediato siempre completaba: «Una dona, tena, catona, libra, cuadrete, estaba la reina sentada en su cuadrilete».
Y yo ahí, esperando a mi tía, viendo los recuerdos de viaje o las medallas de su difunto marido militar que encerraba en su vitrina, o unos suecos de madera originales de Holanda pintados con molinos de viento que colgaban de la pared.
Rosa en su letanía continuaba con aquello de: «Vino dril quebró cuadril cuadrón, cuenta las veinte que las veinte son».
Mi tía aparecía y me invitaba al diálogo, yo la seguía a la sala. Rosa, con voz queda, casi imperceptible, solo con movimientos de labios continuaba «Una dona, tena, catona, libra, cuadrete, estaba la reina sentada en su cuadrilete». Yo volteaba y la miraba, ella continuaba y yo podía leer sus labios: «Vino dril quebró cuadril, cuadrón, cuenta las veinte que las veinte son».
Han pasado tantos años de estos encuentros. Mi tía Lilia murió hace ya bastante tiempo, la señora Rosa, muy viejita, está recluida en una casa para ancianos. Nunca la volví a ver aunque imagino que sigue con su eterno rosario con aquello de la dona, tena, catona, libra y cuadrete… Yo, por mi parte, también con muchos años y canas les confieso que nunca conté las veinte... Esas veinte que ella quería que contara.
De vez en vez iba en Caracas, a ese inmueble situado entre las esquinas Castán y Palmita en el edificio Monte Cristo a visitar a mi querida tía Lilia, la poeta, la escritora, mujer llena de cultura y conocimientos… Me unía a ella el mundo del arte, un gran respeto y admiración. Ser poeta en mi familia era algo excepcional y ella muy elegante e inteligente, orgullosamente lo era.
Pero quien me recibía, quien me hacía la antesala era Rosa, su asistente, el ama de llaves, la señora que siempre la había acompañado. Al llegar me saludaba, y de inmediato me preguntaba: «¿Una dona?» Yo respondía que no y ella de inmediato siempre completaba: «Una dona, tena, catona, libra, cuadrete, estaba la reina sentada en su cuadrilete».
Y yo ahí, esperando a mi tía, viendo los recuerdos de viaje o las medallas de su difunto marido militar que encerraba en su vitrina, o unos suecos de madera originales de Holanda pintados con molinos de viento que colgaban de la pared.
Rosa en su letanía continuaba con aquello de: «Vino dril quebró cuadril cuadrón, cuenta las veinte que las veinte son».
Mi tía aparecía y me invitaba al diálogo, yo la seguía a la sala. Rosa, con voz queda, casi imperceptible, solo con movimientos de labios continuaba «Una dona, tena, catona, libra, cuadrete, estaba la reina sentada en su cuadrilete». Yo volteaba y la miraba, ella continuaba y yo podía leer sus labios: «Vino dril quebró cuadril, cuadrón, cuenta las veinte que las veinte son».
Han pasado tantos años de estos encuentros. Mi tía Lilia murió hace ya bastante tiempo, la señora Rosa, muy viejita, está recluida en una casa para ancianos. Nunca la volví a ver aunque imagino que sigue con su eterno rosario con aquello de la dona, tena, catona, libra y cuadrete… Yo, por mi parte, también con muchos años y canas les confieso que nunca conté las veinte... Esas veinte que ella quería que contara.
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